He aquí un relato, aparecido en el número 3 de la revista «Dimensión Desconocida», escrito por el periodista Stephens Wrapp. La historia, dice lo siguiente:
«Durante el año 1970, un cura jesuita, de origen argentino, piensa en llevar a cabo una experiencia de vida en comunidad cristiana.
Expone la idea a los fieles de su parroquia, y con un grupo de familias, como así también de sexos masculinos y femeninos, aceptan con entusiasmo la proposición y deciden llevar a la práctica, lo que en un tiempo antes, sólo era una fantasía, en la mente de un joven y renovador sacerdote jesuita, muy profundamente cristiano y cuyo nombre daré a conocer a través de su nombre de pila, sin apellidos, por las razones justificadas que ustedes apreciarán en el relato.
Guillermo, que así se llama el sacerdote, obtuvo de una familia amiga un predio muy amplio, cerca de la precordillera, a la altura de un cerro, denominado Cerro del Rosario.
Inicialmente partieron cinco familias, un médico y un arquitecto, conjuntamente con el padre Guillermo. Comenzaron a construir sus propias casas, a realizar una experiencia, que ellos designaron con el nombre de Comunidad Cristiana, y que iba a resultar una aventura, que despejaría una de las innumerables incógnitas que, cual una ecuación matemática complicada, posee el mundo subterráneo.
En el mes de septiembre de 1970 los escasos pobladores de la Comunidad Cristiana, estaban prácticamente instalados en sus casas, cuando en la noche del 23 de septiembre, ocurrió algo, que, si bien resultaba totalmente terrestre al principio de la aventura, su continuación era alarmante y fuera de los límites de nuestro viejo amigo, el planeta Tierra.
Aquella noche el padre Guillermo, el médico de la comunidad y el arquitecto, se encontraban comiendo en la casa del médico; eran las dos de la madrugada y conversando sobre los futuros planes de urbanización del poblado, las horas pasaban volando; el café se agotaba en los pocillos, cuando, de pronto, hay un golpe débil, pero insistente, a la puerta.. El médico acudió a abrirla y se encontró con un hombre, cuyo cuadro clínico, acusaba principio de infarto y oclusión laríngea; con voz ronca y segura, pidió auxilio; fue atendido y reanimado por el médico y sus invitados.
Una vez en condiciones casi normales, relató lo siguiente: Aquel día 23 de septiembre, alrededor de las seis de la tarde, se encontraba junto a sus cabras, a las que había llevado a pastorear, sobre la ladera del Cerro del Rosario; apenas comenzó su tarea de arreo, un viento empezó a soplar que bien pronto se convirtió en ráfagas ciclónicas. Esperó unos minutos y el temporal de viento no amainaba; hasta que cansado de esperar, comenzó a recorrer la cueva en la que se había refugiado.
Llamó su atención una serie de peldaños practicados en la piedra y que bajaban hacia las entrañas de la montaña. Pensando que se trataría de una mina abandonada y ante la imposibilidad de salir de la cueva, dado que el temporal seguía creciendo en intensidad, comenzó a bajar los escalones que descendían en forma de caracol.
Llamó su atención el hecho de que en vez de intensificarse la oscuridad a medida que descendía, una tenue claridad de color anaranjado iba iluminando el camino; y la temperatura aumentaba, convirtiendo el ambiente reinante en un lugar cálido; contó trescientos sesenta escalones; su asombro no tuvo límites al llegar al final de la escalera.
Ante sus desorbitados ojos apareció una ciudad perfectamente conformada; con sistema edilicio desconocido en la superficie.
Edificios brillantes como de aluminio o acero, todos ellos terminaban en cúpulas que recordaban las mezquitas orientales o monasterios del Tíbet.
Calles, cuyo firme parecía ser de acrílico transparente bajo el cual corrían hilos de agua de variados colores; vehículos que no circulaban por la calle, sino que se desplazaban silenciosos flotando a tres o cuatro metros sobre su cabeza.
Pero lo que terminó de asombrar a nuestro arriero fueron los habitantes del lugar. Seres cuya estatura sobrepasaba la de un ser humano normal en dos o tres metros y medio. Vestían túnicas blancas las mujeres y negras los hombres. Estos seres en ningún momento prestaron atención al pastor en cuestión, al punto que él comenzó a caminar siguiendo la calle de acrílico, cuya iluminación provenía de unas bolas de tamaño de un balón de fútbol; eran iridiscentes y flotaban en el espacio dando una tonalidad naranja a todo el ambiente; no irradiaban ni calor ni frío. Nuestro pastor cruzó ese mundo subterráneo de lado a lado siguiendo siempre su camino por la extraña calle de acrílico. No se atrevió a internarse por las calles laterales que cruzaban las que él transitaba. Llegó al final de la misma y se encontró con otra escalera de caracol, idéntica a la que utilizó para descender.
Ya prácticamente despavorido, comenzó a ascender; casi desfalleció por el esfuerzo de una ascensión de trescientos sesenta escalones, salió a la superficie, pero apareció en la cara opuesta del Cerro del Rosario al la que había descendido.
Una vez repuesto de su aventura, divisó el poblado de la Comunidad Cristiana, hacia el cual se dirigió en busca de ayuda y, al descubrir el cartel de «médico» en la puerta no vaciló en llamar a la misma.
Dudando de la veracidad de la historia contada por el pastor, el padre Guillermo y el médico le pidieron indicara el lugar exacto por donde había ascendido a la superficie con la finalidad de investigar «in situ».
Al día siguiente partieron Guillermo y el médico unidos de cámaras fotográficas y magnetófonos, a fin de, en caso de ser verídica la historia escuchada, traer pruebas fehacientes de la existencia de un país del que la ONU no sabe nada.
Encontraron el lugar, la escalera de caracol; bajaron.
El médico se internó en aquel poblado enclavado en las entrañas de la tierra. Guillermo quedó al pie de la escalera tomando fotos del lugar. Regresaron en silencio. No había palabras para describir lo indescriptible. Se dirigieron al gobierno de San Luis] con el fin de informar sobre su hallazgo. Dicho gobierno puso a disposición de los investigadores, equipo de hombres y equipo técnico adecuado para el caso.
Cuando llegaron al lugar donde se encuentra la escalera de caracol, sólo se veían tres escalones. El resto se encontraba tras un muro de piedra que cubría la entrada de forma total. Rodearon el cerro y se dirigieron a la otra entrada; idéntica sorpresa. Hasta el día de hoy distintos investigadores se han acercado al lugar, pero el muro continúa impenetrable e inexpugnable».
Fuente: https://cronicasubterranea.blogspot.com/2008/08/san-luis-subterrneo.html
http://www.editorialbitacora.com/bitacora/mas_alla/argentina/argentina.htm
[1] Se debe hacer una salvedad, ya que aunque se menciona a La Rioja como fuente del relato, Cerros del Rosario se encuentra en la provincia de San Luis.
Siete Cajones – Trapiche – San Luis – Argentina
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